Copyright Victoria Frances

UN FINAL ROMANTICO

La habitación de este hotel rural vestía un color vainilla que invitaba a la tranquilidad, un largo viaje hasta este apartado lugar de montaña que encontraba un merecido descanso rodeado de naturaleza y aromas frutales. Esponjoso era el tacto del edredón de rayas a juego con las paredes. Tendido sentí que mi cuerpo se hundía en el mullido colchón de plumas, inundado por un sentimiento de hipnótica felicidad cerré mis ojos y respiré profunda y lentamente.

Sedoso olor a jazmín y el plácido y fresco tacto de unos labios me otorgaron el don del más bello despertar que un hombre puede poseer en este paraíso terrenal.
—Buenas noches, cariño –la melosa voz de Ana me trajo de vuelta con su tierno abrazo— ¿Me has echado de menos?
Ana se había convertido en alguien muy especial, todo en ella rozaba la perfección para mí. El tacto de su pelo castaño era una droga para mis manos y sus ojos color Coca-Cola un abismo en el que de manera placentera me perdía cada día. No existían palabras para describir lo bella que Ana era para mi corazón.
—Como un pájaro anhela el tacto del viento sobre su plumaje. –traté de incorporarme, pero el cuerpo de Ana yacía sobre el mío. Sus dedos jugaban con mis cabellos mientras su otra mano acariciaba mi abdomen sólo como ella sabía. Consiguiendo encontrar cosquillas donde nadie más las hallaba— .Sabes que mis días son demasiado largos cuando no te tengo cerca, “Pecas” –Esa era mi forma cariñosa de llamarla desde que la conocí.
Ana besó mi mejilla y se levantó alegre.
—Sólo tú sabes exagerar así, vas a conseguir que no me crea nada de lo que me dices.
Crucé mis manos tras mi nuca y me apoyé sobre el cabecero de la cama, sonriente observé la bella figura de mi amada.
—Sabes que es cierto todo lo que te digo. Eres mi ángel, mi amanecer tras una noche de tormenta –Me detuve un instante para observar su vestido rojo de gasa—. Eres la más bella rosa que jamás haya tenido ante mis ojos.
—Las rosas tienen espinas, cariño –sus ojos mostraban una brillante picardía— Cuidado, te puedes pinchar conmigo.
—Lo se, “Pecas”, lo se –extendí mi mano, esperando el tacto de la suya—, pero merece la pena sangrar por poder abrazarte.
Ana dejó caer de forma pausada su vestido sobre la alfombra, mis ojos sonrieron y mi cuerpo recibió al suyo con todo el calor que mi amor podía regalarle.
Nos amamos como colegiales, dispuestos a entregarnos todo sin reservas, temiendo esperar a un mañana incierto. Apasionadamente nos besamos y nos ofrecimos caricias teñidas, a partes iguales, de ternura y erotismo. Esa noche no hubo hombre sobre la faz de la tierra más feliz que yo.

La mañana amaneció fría y la humedad penetraba hasta los huesos, apoyado sobre el quicio de la ventana observé la paulatina iluminación del paisaje. Un hermoso amanecer entre las montañas.
Ana retozaba dormida bajo el grueso edredón. Acerqué, de manera silenciosa, una silla junto a la cama y me senté. Podría pasar toda la eternidad escuchando el susurro de su respiración, disfrutar de su sonrisa al dormir y sentir el latir de su corazón al soñar. Condenado estaba a seguir sus pasos como si fuese un alma en pena, aunque para mi la mejor de las condenas fuese la de las cadenas de sus brazos. Su cuerpo era la dulce prisión en la que me encerraba de forma voluntaria. Estaba dispuesto a tirar al mar la llave, no me importaba que el mundo se acabase mientras me quedara su amor. La amaba tanto que sería capaz de dar mi sangre por ella, la defendería con mi cuerpo, y mi muerte no importaría si con ella evitara la suya.
Ana abrió sus hermosos ojos, en ellos vi mi rostro y en los míos descansaba el suyo. Nuestros corazones se unieron formando uno solo, sabía que si uno de nosotros moría, el otro no podría vivir por mucho tiempo. La luna nos había espiado cada noche, tenía la esperanza de que nos protegiese y nos otorgase la fortuna de vivir juntos en felicidad y armonía
—¿Qué miras? –bostezó Ana.
—A ti
—¿Por qué?
—¿Y por que no? –me acerqué y me senté junto a ella sobre la cama— .Eres lo más bonito que hay en la tierra y quiero llevarme tu imagen grabada en mi corazón hasta el fin de mis días.
—Sabes que me pongo nerviosa cuando me miras así, además, no hace falta que tengas mi imagen –ella me besó en la frente— .Me tienes en persona, jamás te abandonaré, mi corazón late con fuerza cuando estas cerca y se que sin ti se detendría.
La observé extrañado, calenté sus frías manos con las mías, como en otras ocasiones había echo, y busqué su anillo con mis dedos.
—¿Qué pasa con Pablo?
—Ya no está en mi vida –soltó mi mano y acarició mi mejilla— . Es a ti a quien amo y con quien quiero compartir lo que me queda de vida. Ayer le dije lo que sentía, ya no habrá más secretos ni encuentros a escondidas, quiero que el mundo sepa que nos amamos con locura.
Una lágrima surcó mi rostro.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando oír esas palabras de tus labios? –La abracé fuerte— Sin ti era una casa en ruinas tras una verja cerrada, ahora las puertas del paraíso se abren para mi. Contigo he descubierto que no todos los ángeles tienes alas, “Pecas”.
—Esta tarde nos iremos de aquí y comenzaremos una nueva vida –Ana me miró y peinó mis cabellos—. Durante este tiempo lo hemos pasado demasiado mal, es hora de que comencemos a disfrutar del amor que nos hemos regalado mutuamente.
Unos nudillos golpearon levemente la puerta. Por fin llegaba el desayuno, se había retrasado un poco, pero ahora lo agradecía. No me hubiera gustado que esta conversación se hubiera visto interrumpida.
Abrí la puerta, un fogonazo me cegó. Mis oídos quedaron aturdidos por el estruendo. El rostro enfurecido de Pablo me observaba mientras yo me preguntaba por que escuchaba tan distantes los gritos atemorizados de Ana. En mi pecho sentí un calor que se derramaba hacia mi estomago. Mi vista se nublaba mientras observaba mis manos manchadas del carmesí de mi vida. Poco a poco mis sentidos abandonaron mi cuerpo y todo se tornaba oscuridad. Una oscuridad que ni el triste y compungido rostro de Ana pudo apartar. Sentía sus lágrimas de desolación caer sobre mis mejillas mientras yo lloraba por que no la volvería a ver nunca jamás. Todo se alejaba, los sonidos, la vida, el mundo y Ana.


El murmullo de un arroyo llegó hasta mis oídos, mis ojos se sentían cansados. Tendido, el tacto de la hierba bajo mi cuerpo y el cantar de los pájaros acompañados de una leve brisa veraniega.
Que infinito y bello prado se extendía ante mí, ya no padecía dolor ni angustia. Flores de todos los colores del arco iris y nubes del más puro algodón. A lo lejos figuras nebulosas danzaban emparejadas en sinuosa armonía, felices y eternamente unidas.
Un calido abrazo me embargó y el tacto fresco de unos labios rozó mi mejilla.
—¿Me has echado de menos, cariño? –dijo la voz de Ana.
—Como un pájaro anhela el tacto del viento sobre su plumaje.

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