El mar embravecido sacudía el Saint Claire como si hubiese sido construido en papel. Este galeón de más de cuarenta metros de largo y tres mástiles bailaba débil y desamparado al son del oleaje. La espuma y el agua recorrían la cubierta, relámpagos cercanos convertían la noche en día y sobresaltaban a los afanosos marineros. Cada embestida: un quejido de la madera y maldiciones de los hombres. De aquí para allá corrían tratando de asegurar la carga o simplemente evitando caer al mar, pues sus fauces los esperaban ansiosas. El timonel, atado al timón, gobernada la nave, por no decir que ella llevaba las riendas de esta situación.
Todos los hombres de abordo, llevados por sus quehaceres, multiplicados en esta noche de tormenta, no repararon en el joven de rubia melena y ropajes blancos que descansaba, impasible, apoyado sobre la balaustrada de estribor.
Con los ojos cerrados inspiraba el olor a océano, sintiendo las gotas de lluvia sobre su hermoso rostro angelical.
Adam había embarcado en Weisz en dirección a Tarsis para encontrar un destino incierto. Pero, ¿Cuál era ese sino? ¿Aciago o favorable? Atrás dejó su patria y se lanzó hasta el otro lado del continente guiado por inconexas palabras, espoleado por la culpabilidad y una incesante ansia de redención. Ni la mayor de las tormentas podría limpiar la sangre que manchaba su alma, ese peso lo cargaría su corazón hasta el fin de sus días.
Sus ojos aguamarina escudriñaron la inmensidad del encolerizado mar, buscando la respuesta a la pregunta que en multitud de ocasiones rondaba su cabeza:”¿Por qué yo?” Nunca hallaba luz en aquel enigma.
Otro relámpago iluminó el Saint Claire. A varias millas se discernían las luces del puerto, una imagen fugaz.
El capitán Conrad, un hombre de barba cana, entrado en años y en kilos brotó de su camarote y asomó a cubierta. Con voz ronca apremió a sus marineros para acelerar la llegada a puerto. En sus frases se deslizaron algún que otro insulto y un esputo final.
El puerto al que se acercaban pertenecía a la barriada de El Monje, la zona sur de Tarsis.
Casi una hora más tarde la nave se encontraba frente a los portones de entrada. Adam atisbó sorprendido las enormes murallas que protegían la costa. En sus almenas, soldados paseaban vigilantes sobreviviendo a la esta nevada de diciembre.
Las puertas, tras interminables instantes de espera, se abrieron pesadas y chirriantes. El Saint Claire las atravesó con paso lento y dubitativo. Los muros de Tarsis poseían una increíble anchura que sobrepasaba los cuarenta pasos.
Adam sintió un intenso mareo y un agudo dolor de cabeza. Los músculos de todo su cuerpo se tensaron y sus dientes rechinaron.
“Otra vez no” pensó acerbamente enfadado.
Unas voces femeninas, avejentadas casi rozando lo cacofónico resonaron en su cabeza. Adam creyó que su cerebro se inflamaba y trataba de romper su cráneo desde el interior. Un dolor indescriptible e insufrible.
“Ca...dral…Monje…Pad…Be…rdo…Ad…na
Adam necesitó de toda su voluntad para no hincar la rodilla.
El dolor se desvaneció al instante, como un soplo de viento. Las voces, tan inconexas como siempre, ahora se alejaban dejando la mente de Adam en paz, al menos por ahora.
Tras varias noches de intensa nevada, el cielo regaló una tregua a los habitantes de Tarsis. Se acercaban las fiestas del barrio, restaban sólo dos jornadas para La Semana del Arcángel. En estas fechas se rendía culto al arcángel que desterró a El Caído. Los balcones y las calles comenzaban a engalanase con farolillos de papel de múltiples colores y con toda clase de flores. Las gentes se aferraban a esta festividad religiosa como método de evasión a esta vida de pobreza y pesadumbre.
Esa noche el centro del barrio, atestado por una multitud de personas, se rendía al encanto del mercado semanal. Sedas, especias, alimento y souvenirs exóticos venidos de distintas partes del mundo conocido.
En momentos como este la alegría cubría con su tenue velo a las gentes y durante horas olvidaban el dolor.
La noche anterior el Saint Claire había llegado a puerto y con él, Adam. El joven deambuló bajo la nieve, sin rumbo definido desde su llegada a El Monje. No sabía exactamente como hacer lo que tenía que hacer o pensaba que debía hacer.
El buen tiempo había hecho salir a la multitud de sus casas y todo cobraba vida alrededor de Adam. Esta noche se sentía menos sólo, aunque ya se comenzaba a acostumbrar a la soledad, no le quedaba otra opción.
Las voces de su cabeza, tan enigmáticas y entrecortadas lo había arrastrado hasta este barrio. Encontrar la catedral podía significar comenzar a comprender algo de lo que estaba sucediendo. Lo necesitaba, quería saber si este viaje había sido en vano o tendría alguna utilidad más allá de su entendimiento actual.
Caminó entre la multitud, su bello rostro no pasaba inadvertido entre las mujeres de entre veinte y treinta años. Sonrisas, guiños, sonrojos allá por donde pasase. Algunas muchachas detenían sus quehaceres para ver pasar a este hermoso joven. En el pasado su belleza le causó algún que otro percance por culpa de mujeres infieles con pretendientes celosos.
Casi sin darse cuenta y siguiendo las amables indicaciones de los transeúntes, llegó a los portones de La Catedral de San Pedro.
Dos ángeles cruzando sus espadas sobre el umbral hacían el papel de columnas. Deteriorados por la lluvia, manchados. Mirando en dirección al tejado se cruzó con un colorido rosetón con la imagen de Cristo, más arriba cruces, gárgolas y una silueta que lo observaba desde el campanario.
Abrió las pesadas puertas y se adentró en un lugar cubierto por una bruma mística. Las vidrieras multicolores incidían en el pulido mármol del suelo convirtiéndolo en un mosaico. Santos y Vírgenes de piedra rezaban a Cristo congeladas en el tiempo, rodeadas de omnipresentes y colosales columnas alzándose hasta bóvedas con imágenes de El Testamento.
—Un Apóstol –dijo la suave voz del sacerdote.
Adam sorprendido se giró hacía él. En su rostro se percibían preguntas que sus labios no se atrevían a formular. Aquel hombrecillo podía ser el padre Bernardo, pero cómo sabría ese delgado hombre de Cristo que destino aguardaba a este exiliado de Weisz.
—Por vuestro aspecto diría que sois extranjero —prosiguió el padre Bernardo— ¿Me equivoco?
Adam afirmó levemente.
—Acabo de llegar de Weisz.
—Allí no tenéis catedrales tan bellas como las que tenemos en Tarsis –la voz del sacerdote emanaba orgullo— Deberíais ver la Catedral de Samael, eso si que es una maravilla, con sus ángeles…
El hombrecillo se percató del extraño e incómodo malestar del joven extranjero.
—Perdona a este viejo, cuando se trata de iglesias pierdo la noción del tiempo y consigo aburrir a mis oyentes —esbozó una amplia sonrisa— ¿Qué te ha traído a esta casa de Cristo?
—Si le soy sincero, no lo se padre Bernardo.
—¿No lo sabes? –Preguntó desconcertado— ¿Crees que haya sido voluntad de Cristo?
—Tal vez si, tal vez no –Adam comenzaba a sentirse confundido, con la vista perdida en la imagen del Apostol sujetando el cuerpo ensangrentado de Cristo en sus brazos.— Quiero preguntarle algo, padre: ¿Cree que Dios guarda rencor a los caídos?
—Extraña cuestión, joven –sonrió— Dios perdona a quienes se arrepienten de sus actos, ya sean humanos o divinos. En el otro mundo se olvida el dolor, la tristeza y, por su puesto, el rencor –el padre Bernardo empezaba a sentirse intrigado— ¿Por qué preguntas eso, hijo mío?
—Por nada, simple curiosidad –mintió— Creo que ya es hora de marcharme.
Adam caminó hacia los portones, se detuvo y giró su vista, de nuevo, hacia el sacerdote.
—¿Sabéis donde puedo encontrar una posada para descansar?
—Si vas hacia el sur encontrarás una pequeña posada llamada El Pony, no tardarás más de una hora en llegar –el sacerdote sonrió gentil.
Adam abandonó la catedral con tantas preguntas como lo hizo al entrar entre aquellos muros, pero con una pequeña luz de esperanza. Se mezcló con la multitud, continuó caminando, disfrutando de un silencio tan denso como bruma marina. Pasaron minutos de empujones y gentes presurosas, pero sin ningún rastro de la posada que el Padre Bernardo le había recomendado. El joven maldijo para sí por la inoportuna multitud que celebraba estas fiestas, tan absorto se encontraba en sus quejas internas que no se percató de la pequeña que extendía unas coloridas flores hacía él. Únicamente escuchó un ligero gemido y una lluvia floral caer sobre él. Adam despertó de su ensimismamiento y vio en el suelo a una pequeña niña de poco más de ocho años, de pelo de calido amanecer vestida con ropajes desgastados y una venda cubriendo sus ojos. El joven, presto, la ayudó a levantarse.
—¿Estas bien? –se disculpó mientras limpiaba la tierra de sus rodillas heridas.
La niña, al sentirse mimada, esbozó una sonrisa, agriada al notar el tacto de las pisoteadas flores entre sus dedos. Comenzó a reunir todos los destrozados cuerpos de las margaritas, claveles y rosas, abrazándolos y acariciándolos se quedó arrodillada conteniendo inútilmente sus lágrimas. El corazón de Adam se encogió por el dolor, la compasión y la vergüenza por lo que su despiste había causado.
Agarró con suavidad la pequeña mano de la niña y en su palma depositó unos cuantos arrugados billetes.
—Espero que con esto haya suficiente para pagar las flores que he destrozado.
La tristeza de su rostro dio paso a un asombro, que por desgracia no podían mostrar sus ocultos ojos, pero que sus labios no pudieron contener.
—Con esto podría pagar, al menos, diez cestas como esta –la encantadora sonrisa de la joven dibujaba unos preciosos hoyuelos deslucidos por unas mejillas sucias y gastadas de tantas lágrimas vertidas.
—Ese dinero no es únicamente para pagar las flores –Adam acarició su pelo—, es para enmendar mi error.
—No ha sido un error tan grave, señor.
El joven la observó con sus brillantes y sonrientes ojos aguamarina.
—Me llamo Adam
—Mi nombre es Adriana
—Un nombre precioso, y bien, Adriana, ¿Has probado alguna vez el sorbete de miel?—Preguntó.
Adriana se encogió de hombros y negó con la cabeza.
***
En una apartada mesa de la terraza de una céntrica taberna Adriana degustaba el néctar más suave y dulce de su corta vida. Entre sorbo y sorbo no paraba de dar las gracias al joven que tan amablemente la estaba tratando. Adam la observaba invadido por la fascinación de ver a alguien con tal discapacidad valerse por si misma con tal soltura.
Una voz conocida arrebató al joven de los brazos de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad.
—Adriana es toda una mujer, conoce cada piedra de este barrio.
La niña saludó efusivamente al padre Bernardo.
—Andas aún un poco despistado, mi joven amigo –continuó el sacerdote—. No has conseguido encontrar la posada aún.
La joven florista saltó de su asiento y enérgicamente se prestó a acompañar a su nuevo amigo a la Posada de El Pony, pero la vehemencia del padre Bernardo la convenció para que se marchase a descansar. Se resistió a abandonarlos aunque la promesa de una visita por parte de Adam acabó con su insistencia.
Desapareció entre la multitud dejando a los dos hombres solos en la terraza. El párroco se ofreció a acompañar al extranjero hasta la posada, lo guió por retorcidas callejuelas abarrotadas de personas ocupadas en las preparaciones de las fiestas Navideñas. Fue el padre Bernardo quien rompió el silencio.
—Adriana es una niña muy dulce.
—Si, es un ángel –Adam hizo una pausa—, aunque se ve que ha sufrido mucho.
—No te lo puedes ni imaginar –una sombra de pena lo poseyó—. Sus padres murieron cuando ella era sólo una recién nacida. Una extraña enfermedad los fue consumiendo y se los llevó –tomó aire—. Desde entonces se resguarda en la iglesia, cuido de ella como un padre –agachó la cabeza y una lágrima asomó indecisa—, ojalá pudiese hacer más por ella.
Ambos cruzaron sus miradas, el padre Bernardo avergonzado por su repentino brote de dolor, carraspeó y se recompuso.
La posada se alzaba ante ellos, amable aunque distante el sacerdote se despidió del joven y marchó calle arriba, cabizbajo y meditabundo. Adam quedó frente a la puerta de El Pony preguntándose que dolor compartían aquellas dos amables personas que hoy se habían cruzado en su camino y que relación tenían ambas con su incierto propósito.
***
La algarabía inundaba la ciudad, las gentes reían y se sentían reconfortadas por la alegría de estas fechas, este barrio aparentaba ser un lugar más seguro.
Desde la alta torre del campanario de la catedral de San Pedro Adam observaba la lejanía. Desde aquel lugar, por encima de las murallas, se podía divisar el mar. Al menos en días claros, ahora la nieve no permitía ver más de una centena de metros.
—¿Buscando a alguien?
La voz anciana del padre Bernardo brotó de las escaleras. Este enjuto hombrecillo de pelo, a partes iguales color castaño y blanco y de pequeñas gafas, siempre llevaba puesta su mejor sonrisa. Su atuendo, un austero hábito negro y su alzacuello.
—No –respondió distante la voz de Adam.
El sacerdote sonrió pícaro, pues se había percatado de la sigilosa entrada del joven en la iglesia y de cómo se había escurrido por entre las columnas para llegaras hasta aquí. El anciano apoyó sus brazos sobre la balaustrada y observó la lejanía.
—La ciudad esta preciosa bajo la nieve, ¿no creéis? – extendió su mano y sostuvo un copo hasta que este de derritió en su palma—. La hace parecer más pura y serena, limpia los pecados y calma el alma de quien lo desee.
—Padre, hay almas tan manchadas de pecados que ni la más celestial nevada podría devolverle su pureza inicial.
Aquel instante se hizo tenso e incomodo para ambos, Adam se encontraba en la encrucijada de confesarse ante este siervo de Cristo y desvelar quien era y lo que había hecho, acto que sería liberador aunque terrible. La balanza se inclinaba hacia el angustioso silencio que tanto tiempo lo había acompañado.
El padre Bernardo puso su mano sobre el hombro del joven.
—Acompañadme, quiero mostraros algo.
En el baldío terreno tras la iglesia se alzaba un frágil cobertizo construido de manera tosca, quien lo observase se preguntaría como algo tan débil se mantenía en pie. Las añejas y raídas telas que lo cubrían danzaban al viento escapando de las cuerdas que las retenían.
Adam, guiado por la mano del párroco se acercó y levantó una de aquellas pesadas telas. Cuando sus ojos se llenaron con aquella asombrosa visión, solo pudo romper a llorar.
—Así comenzó este lugar, con una lágrima —susurró el sacerdote.
***
Adriana caminaba por entre las gentes, feliz, silbando una vieja canción que desde pequeña había escuchado en la iglesia. Entre sus manos portaba una pequeña bolsa que protegía y mimaba con esmero. Por doquier todos saludaban a la dicharachera vendedora de flores, en todos los corazones del barrio tenía un hueco reservado Adriana, todos había colaborado en alguna ocasión para vestirla o alimentarla. Era la hija de todo el barrio, un privilegio que se había ganado por su dulzura.
Cada mañana, desde que podía valerse por si misma, cruzaba el barrio para comprar el pan y el vino para la misa diaria, pues sabía que al padre Bernardo sus ocupaciones le sobrepasaban y por que el orondo panadero siempre le regalaba un pequeño bollo de leche.
La iglesia se había convertido su casa, un enorme palacio para una pequeña princesa, como el viejo sacerdote solía llamarla. Sus puertas permanecían abiertas como cada mañana, pero esta vez el altar yacía vacío, Adriana buscó en derredor hasta que la sonriente voz de una parroquiana le señaló la puerta trasera.
Adriana irrumpió en el yermo patio con esa musical voz tan característica sorprendiendo a sus dos visitantes. Antes de que la niña se percatase de su presencia, Adam secó sus lágrimas y el padre Bernardo detuvo su narración.
—Tenemos visita, princesa.
Adam trató de hablar ante el rostro interrogante de Adriana, pero la congoja lo silenciaba, así que sacerdote regaló más tiempo al joven. Sostuvo las diminutas manos de la niña entre las suyas y las guió hacia el rostro del extranjero.
—Dime si sabes quien es, mi niña.
Sus dedos viajaron por cada centímetro de aquella cara de angelicales trazos, surcó sus cabellos y dibujó sus labios.
—¿Eres un ángel? –se escapó de su indecisa boca.
—No, sólo soy Adam.
Ella se abalanzó sobre el y lo abrazó exultante, como jamás nadie había estrechado al joven. Así permaneció unos instantes que la felicidad del momento los convirtió en eternos.
Adriana se despegó bruscamente de Adam y señalando hacia el cobertizo sonrió.
—¿Has visto mi refugio?
—Si, es precioso –respondió conteniendo la emoción.
La niña estaba encantada con su nuevo amigo, cogiendo su mano tiró de él.
—Ven conmigo, te enseñaré el barrio.
El padre Bernardo dio su beneplácito con una mirada agridulce.
—Hablaremos esta noche, mi joven amigo.
Adriana fue una excepcional guía, le mostró los lugares más importantes del barrio: El centenario Faro del Este, la Mansión del Duque y El Mirador de los Cisnes entre otros. Cada uno de ellos fue narrado por la dulce voz de Adam ante la atenta imaginación de Adriana que dibujaba lo que sus ojos no podían. Aquel corto día pasó entre risas, historias y buena compañía. Nadie podría decir quien de los dos estaba haciendo el favor a quien por aquella jornada tan agradable, pues ambos cargaban con demasiada tristeza a sus espaldas.
La noche cayó sobre la ciudad y a los pies de la silueta de la catedral los esperaba el sonriente párroco. La dulce princesa no perdió ni un instante para contarle donde habían pasado la tarde, sus palabras se atropellaban unas con las otras y casi le costaba respirar de tantas cosas que trataba de explicar. Durante la frugal cena su efusiva voz acompañó en todo momento al sonido de los cubiertos y costó bastante trabajo conseguir que se fuese a la cama, pese a que el cansancio la estaba arrullando desde hacía un buen rato.
Ambos quedaron a solas alrededor de una lacrimosa y maltrecha vela. Hace largas horas habían comenzado una conversación que ninguno deseaba continuar pero que debía hacer.
—La enfermedad que se llevó a los padres de Adriana –comenzó el Padre Bernardo— nos cogió a todos por sorpresa, ambos eran jóvenes y muy queridos en el barrio. El nacimiento de Adriana fue una fiesta popular, aquellos enormes ojos verdes cautivaron a todos por su viveza y pureza, nadie podía presagiar que varios meses después de tal alegría asistiríamos a un funeral. Cómo enfermaron lo desconozco, pero sus cuerpos se fueron apagando poco a poco.
El sacerdote llenó las copas de ambos con una pequeña cantidad de vino, propiciando un pequeño respiro a su oyente.
—Decidí cuidar a Adriana como si fuese mi hija, por suerte no estuve solo en aquella decisión, pues el barrio al completo se volcó en ayudar a nuestra niña. Con el tiempo esperaba, cuando ella estuviese preparada, mostrarle el lugar donde yacían sus padres, pero lo descubrió antes de lo que yo hubiera deseado –tomó un sorbo de su copa—. Una mañana la dejé durmiendo mientras ofrecía el responso diario, cual fue mi sorpresa al volver que hallé su cuna vacía. ¡Dios sabe que miedo sentí en aquel instante! Recorrí toda la sacristía, el confesionario, cada centímetro de la iglesia. Al llegar al patio trasero la encontré. Yacía derrumbada llorando sobre dos tumbas sin nombre… las tumbas de sus padres.
Adam tragó saliva y el sacerdote continuó.
—No sé si fue un milagro o el principio de una maldición, pero desde aquel día brotaron hermosas flores de aquel yermo lugar, flores que Adriana nunca ha podido ver, pues desde aquel instante sus ojos se apagaron para siempre. La ayudé a construir el cobertizo que cubre las sepulturas y su pequeño jardín y la enseñé a cuidarlas y a hacerlas crecer. Fue mi pequeña contribución a mantener vivo el recuerdo de sus padres. El tiempo pasó y los médicos corroboraron que la ceguera de mi princesa no tenía cura, pero no fue únicamente eso lo que descubrieron. Algo más estaba invadiendo su interior, la misma extraña enfermedad de sus padres me la estaba arrebatando, quebrando sus fuerzas y su coraje.
El atractivo extranjero enmudeció y su semblante se tornó sombrío y apesadumbrado. Aquella niña había calado hondo en su corazón pese al escaso tiempo que había pasado con ella y esta noticia rompía su alma.
—Si, Adam, mi niña se está muriendo –el párroco rompió a llorar— y lo peor es que no sé ni cuando sucederá, cada mañana me despierto pidiendo a Dios volver a ver su sonrisa, escuchar su dulce voz y verla entrar por la puerta de la iglesia con el vino y el pan. Hace un año le dieron un par de mese de vida –algo más tranquilo llenó su copa y la vació de un único sorbo—, y su coraje y sus ganas de vivir la han mantenido aún conmigo, pero sé que esta viviendo un tiempo prestado, cada día podría ser el último. Sólo deseo que no sufra.
—Eso deseo yo también, padre –Adam yacía inmóvil, con la copa aún repleta de vino—. Ojalá pudiese hacer algo por ella, pero no soy más que exiliado.
—No, hijo mío, eres su ángel de la guarda. Le has dado más alegría de la que yo he podido darle. Hay algo en ti que la hace feliz, por extraño que parezca. Un lazo más allá de lo terrenal.
—Disto mucho de ser un ángel –confesó triste—. He cometido actos que me alejan del cielo, soy, más bien, un demonio que quiere creer ahora que no lo es.
El sacerdote se levantó y dio unos leves golpes en la espalda de Adam
—Mañana desearía que me hicieses un nuevo favor, es algo que por desgracia yo no puedo hacer y me arrepentiría si no lo hiciese.
El joven asintió, quedándose en total soledad cuando el párroco salió de la habitación y se convirtió en un eco de pisadas cada vez más lejanas.
***
El padre Bernardo despertó a Adriana muy temprano y sin mediar palabra la vistió con un hermoso vestido que habían comprado entre todos los vecinos. De un blanco puro adornado con pequeñas flores de varios colores. Entre dos mujeres limpiaron su pelo y la peinaron como a una princesa. La niña no sabía como reaccionar ante todo este enigmático comportamiento.
El sacerdote besó la frente de su niña.
—Hoy tu sueño se volverá realidad, se cuanto tiempo lo has deseado y por desgracia no he podido llevarlo a cabo, pero hoy, mi princesa, vas a volar.
—Mi alteza, —susurró a dulce voz de Adam mientras dibujaba una reverencia—, el zeppelín nos espera.
Adriana no sabía si llorar, reír, darle un beso al Padre Bernardo o a Adam, al final optó por abrazar a todos y cada uno de ellos mientras no podía evitar derramar lágrimas de alegría.
El camino hacia el aeropuerto fue el total silencio, la niña no podía evitar dejarse llevar por los nervios. El rugir de los motores y el sonido de las hélices que tanto tiempo había escuchado desde la lejanía ahora susurraban en su oído dándole la bienvenida a su sueño hecho realidad. Adriana se despojó de la venda que cubría sus apagadas esmeraldas, como si quisiese que nada enturbiase su imaginación.
Adam la paseó por alrededor del zeppelín, mientras pasaba sus manos por el frío metal del exterior, describió cada detalle del enorme aparato para que Adriana pudiese hacerse una idea de cómo era. Cuando el sonriente revisor ticó su pasaje, ella lo abrazó prolongando este instante todo lo posible.
Una vez dentro, respiró el aroma a limpio y a nuevo que emanaba de cada sillón y mesa. Rebosaba felicidad, una felicidad que alcanzó su clímax cuando el zeppelín comenzó a despegar. Acercó su rostro a la ventana abierta y sintió la brisa de la mañana acariciar sus cabellos. Adam la observaba con lágrimas en los ojos, lágrimas que hacían más humano de lo que jamás había sido… o tal vez menos.
—Quieres ver algo muy especial, Adriana.
La niña, entusiasmada con todo aquello, preguntándose que podía haber más especial que aquello accedió a acompañar a Adam. Este la llevó por los entresijos de aquel ser de metal tela y helio hasta llegar a la bodega.
—Siempre has querido volar ¿no?
Adriana asintió extrañada.
De pronto un enorme soplo de aire inundo el lugar, Adam la agarró fuerte.
***
En la catedral el Padre Bernardo acabó el sermón y los feligreses abandonaron el lugar en total silencio. Todo quedó cerrado, dejando en soledad al sacerdote y a la imagen de Cristo. Viejos amigos.
Un gélido y osado viento arremetió contra las hojas de la puerta principal abriéndolas de par en par, para salir por la fuerza por las de la parte trasera. Un estruendo de maderas alertó al párroco. Sabía la procedencia de aquel ruido y corrió con todas sus fuerzas hacia el patio trasero.
A las puertas se derrumbó al ver el espectáculo que se mostraba ante sus ojos.
El cobertizo había desaparecido y sobre las tumbas el viento formó un colorido remolino floral que ascendió suave.
Lentamente se acercó a los yermos sepulcros, los observó dejando escapar un solitario lamento.
—Este lugar termina como empezó: con una lágrima.
***
La pequeña vendedora de flores sintió su cuerpo flotar y el viento en su rostro. El sonido de las hélices se fue alejando dando paso al silbido de la brisa matutina y a un armónico y pesado aleteo.
Adam llevó la diminuta mano de la niña a su espalda hasta que esta rozó algo de tacto suave. Adriana dejó escapar un sollozo.
—¿E…eres mi ángel de la guarda?
Las blancas alas de Adam los hicieron remontar el vuelo.
—Ahora si, mi princesa –la voz de Adam se teñía de emoción— me has enseñado el camino que he estado buscando durante tanto tiempo. Me has salvado de mi caída, no eras una señal, eras mi destino. Ahora descansa, pues yo te llevaré al tuyo.
Adriana abrió sus ojos y una luz la invadió, todo cobró vida a su alrededor. El hermoso y sonriente rostro de Adam se dibujó en sus pupilas y junto a él los de sus padres.
Alargó la mano para sujetar la que tendía su madre y todo fue paz, felicidad y sosiego… para siempre.
LA VENDEDORA DE FLORES by Juan Manuel Martín Domínguez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
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Todos los hombres de abordo, llevados por sus quehaceres, multiplicados en esta noche de tormenta, no repararon en el joven de rubia melena y ropajes blancos que descansaba, impasible, apoyado sobre la balaustrada de estribor.
Con los ojos cerrados inspiraba el olor a océano, sintiendo las gotas de lluvia sobre su hermoso rostro angelical.
Adam había embarcado en Weisz en dirección a Tarsis para encontrar un destino incierto. Pero, ¿Cuál era ese sino? ¿Aciago o favorable? Atrás dejó su patria y se lanzó hasta el otro lado del continente guiado por inconexas palabras, espoleado por la culpabilidad y una incesante ansia de redención. Ni la mayor de las tormentas podría limpiar la sangre que manchaba su alma, ese peso lo cargaría su corazón hasta el fin de sus días.
Sus ojos aguamarina escudriñaron la inmensidad del encolerizado mar, buscando la respuesta a la pregunta que en multitud de ocasiones rondaba su cabeza:”¿Por qué yo?” Nunca hallaba luz en aquel enigma.
Otro relámpago iluminó el Saint Claire. A varias millas se discernían las luces del puerto, una imagen fugaz.
El capitán Conrad, un hombre de barba cana, entrado en años y en kilos brotó de su camarote y asomó a cubierta. Con voz ronca apremió a sus marineros para acelerar la llegada a puerto. En sus frases se deslizaron algún que otro insulto y un esputo final.
El puerto al que se acercaban pertenecía a la barriada de El Monje, la zona sur de Tarsis.
Casi una hora más tarde la nave se encontraba frente a los portones de entrada. Adam atisbó sorprendido las enormes murallas que protegían la costa. En sus almenas, soldados paseaban vigilantes sobreviviendo a la esta nevada de diciembre.
Las puertas, tras interminables instantes de espera, se abrieron pesadas y chirriantes. El Saint Claire las atravesó con paso lento y dubitativo. Los muros de Tarsis poseían una increíble anchura que sobrepasaba los cuarenta pasos.
Adam sintió un intenso mareo y un agudo dolor de cabeza. Los músculos de todo su cuerpo se tensaron y sus dientes rechinaron.
“Otra vez no” pensó acerbamente enfadado.
Unas voces femeninas, avejentadas casi rozando lo cacofónico resonaron en su cabeza. Adam creyó que su cerebro se inflamaba y trataba de romper su cráneo desde el interior. Un dolor indescriptible e insufrible.
“Ca...dral…Monje…Pad…Be…rdo…Ad…na
Adam necesitó de toda su voluntad para no hincar la rodilla.
El dolor se desvaneció al instante, como un soplo de viento. Las voces, tan inconexas como siempre, ahora se alejaban dejando la mente de Adam en paz, al menos por ahora.
Tras varias noches de intensa nevada, el cielo regaló una tregua a los habitantes de Tarsis. Se acercaban las fiestas del barrio, restaban sólo dos jornadas para La Semana del Arcángel. En estas fechas se rendía culto al arcángel que desterró a El Caído. Los balcones y las calles comenzaban a engalanase con farolillos de papel de múltiples colores y con toda clase de flores. Las gentes se aferraban a esta festividad religiosa como método de evasión a esta vida de pobreza y pesadumbre.
Esa noche el centro del barrio, atestado por una multitud de personas, se rendía al encanto del mercado semanal. Sedas, especias, alimento y souvenirs exóticos venidos de distintas partes del mundo conocido.
En momentos como este la alegría cubría con su tenue velo a las gentes y durante horas olvidaban el dolor.
La noche anterior el Saint Claire había llegado a puerto y con él, Adam. El joven deambuló bajo la nieve, sin rumbo definido desde su llegada a El Monje. No sabía exactamente como hacer lo que tenía que hacer o pensaba que debía hacer.
El buen tiempo había hecho salir a la multitud de sus casas y todo cobraba vida alrededor de Adam. Esta noche se sentía menos sólo, aunque ya se comenzaba a acostumbrar a la soledad, no le quedaba otra opción.
Las voces de su cabeza, tan enigmáticas y entrecortadas lo había arrastrado hasta este barrio. Encontrar la catedral podía significar comenzar a comprender algo de lo que estaba sucediendo. Lo necesitaba, quería saber si este viaje había sido en vano o tendría alguna utilidad más allá de su entendimiento actual.
Caminó entre la multitud, su bello rostro no pasaba inadvertido entre las mujeres de entre veinte y treinta años. Sonrisas, guiños, sonrojos allá por donde pasase. Algunas muchachas detenían sus quehaceres para ver pasar a este hermoso joven. En el pasado su belleza le causó algún que otro percance por culpa de mujeres infieles con pretendientes celosos.
Casi sin darse cuenta y siguiendo las amables indicaciones de los transeúntes, llegó a los portones de La Catedral de San Pedro.
Dos ángeles cruzando sus espadas sobre el umbral hacían el papel de columnas. Deteriorados por la lluvia, manchados. Mirando en dirección al tejado se cruzó con un colorido rosetón con la imagen de Cristo, más arriba cruces, gárgolas y una silueta que lo observaba desde el campanario.
Abrió las pesadas puertas y se adentró en un lugar cubierto por una bruma mística. Las vidrieras multicolores incidían en el pulido mármol del suelo convirtiéndolo en un mosaico. Santos y Vírgenes de piedra rezaban a Cristo congeladas en el tiempo, rodeadas de omnipresentes y colosales columnas alzándose hasta bóvedas con imágenes de El Testamento.
—Un Apóstol –dijo la suave voz del sacerdote.
Adam sorprendido se giró hacía él. En su rostro se percibían preguntas que sus labios no se atrevían a formular. Aquel hombrecillo podía ser el padre Bernardo, pero cómo sabría ese delgado hombre de Cristo que destino aguardaba a este exiliado de Weisz.
—Por vuestro aspecto diría que sois extranjero —prosiguió el padre Bernardo— ¿Me equivoco?
Adam afirmó levemente.
—Acabo de llegar de Weisz.
—Allí no tenéis catedrales tan bellas como las que tenemos en Tarsis –la voz del sacerdote emanaba orgullo— Deberíais ver la Catedral de Samael, eso si que es una maravilla, con sus ángeles…
El hombrecillo se percató del extraño e incómodo malestar del joven extranjero.
—Perdona a este viejo, cuando se trata de iglesias pierdo la noción del tiempo y consigo aburrir a mis oyentes —esbozó una amplia sonrisa— ¿Qué te ha traído a esta casa de Cristo?
—Si le soy sincero, no lo se padre Bernardo.
—¿No lo sabes? –Preguntó desconcertado— ¿Crees que haya sido voluntad de Cristo?
—Tal vez si, tal vez no –Adam comenzaba a sentirse confundido, con la vista perdida en la imagen del Apostol sujetando el cuerpo ensangrentado de Cristo en sus brazos.— Quiero preguntarle algo, padre: ¿Cree que Dios guarda rencor a los caídos?
—Extraña cuestión, joven –sonrió— Dios perdona a quienes se arrepienten de sus actos, ya sean humanos o divinos. En el otro mundo se olvida el dolor, la tristeza y, por su puesto, el rencor –el padre Bernardo empezaba a sentirse intrigado— ¿Por qué preguntas eso, hijo mío?
—Por nada, simple curiosidad –mintió— Creo que ya es hora de marcharme.
Adam caminó hacia los portones, se detuvo y giró su vista, de nuevo, hacia el sacerdote.
—¿Sabéis donde puedo encontrar una posada para descansar?
—Si vas hacia el sur encontrarás una pequeña posada llamada El Pony, no tardarás más de una hora en llegar –el sacerdote sonrió gentil.
Adam abandonó la catedral con tantas preguntas como lo hizo al entrar entre aquellos muros, pero con una pequeña luz de esperanza. Se mezcló con la multitud, continuó caminando, disfrutando de un silencio tan denso como bruma marina. Pasaron minutos de empujones y gentes presurosas, pero sin ningún rastro de la posada que el Padre Bernardo le había recomendado. El joven maldijo para sí por la inoportuna multitud que celebraba estas fiestas, tan absorto se encontraba en sus quejas internas que no se percató de la pequeña que extendía unas coloridas flores hacía él. Únicamente escuchó un ligero gemido y una lluvia floral caer sobre él. Adam despertó de su ensimismamiento y vio en el suelo a una pequeña niña de poco más de ocho años, de pelo de calido amanecer vestida con ropajes desgastados y una venda cubriendo sus ojos. El joven, presto, la ayudó a levantarse.
—¿Estas bien? –se disculpó mientras limpiaba la tierra de sus rodillas heridas.
La niña, al sentirse mimada, esbozó una sonrisa, agriada al notar el tacto de las pisoteadas flores entre sus dedos. Comenzó a reunir todos los destrozados cuerpos de las margaritas, claveles y rosas, abrazándolos y acariciándolos se quedó arrodillada conteniendo inútilmente sus lágrimas. El corazón de Adam se encogió por el dolor, la compasión y la vergüenza por lo que su despiste había causado.
Agarró con suavidad la pequeña mano de la niña y en su palma depositó unos cuantos arrugados billetes.
—Espero que con esto haya suficiente para pagar las flores que he destrozado.
La tristeza de su rostro dio paso a un asombro, que por desgracia no podían mostrar sus ocultos ojos, pero que sus labios no pudieron contener.
—Con esto podría pagar, al menos, diez cestas como esta –la encantadora sonrisa de la joven dibujaba unos preciosos hoyuelos deslucidos por unas mejillas sucias y gastadas de tantas lágrimas vertidas.
—Ese dinero no es únicamente para pagar las flores –Adam acarició su pelo—, es para enmendar mi error.
—No ha sido un error tan grave, señor.
El joven la observó con sus brillantes y sonrientes ojos aguamarina.
—Me llamo Adam
—Mi nombre es Adriana
—Un nombre precioso, y bien, Adriana, ¿Has probado alguna vez el sorbete de miel?—Preguntó.
Adriana se encogió de hombros y negó con la cabeza.
***
En una apartada mesa de la terraza de una céntrica taberna Adriana degustaba el néctar más suave y dulce de su corta vida. Entre sorbo y sorbo no paraba de dar las gracias al joven que tan amablemente la estaba tratando. Adam la observaba invadido por la fascinación de ver a alguien con tal discapacidad valerse por si misma con tal soltura.
Una voz conocida arrebató al joven de los brazos de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad.
—Adriana es toda una mujer, conoce cada piedra de este barrio.
La niña saludó efusivamente al padre Bernardo.
—Andas aún un poco despistado, mi joven amigo –continuó el sacerdote—. No has conseguido encontrar la posada aún.
La joven florista saltó de su asiento y enérgicamente se prestó a acompañar a su nuevo amigo a la Posada de El Pony, pero la vehemencia del padre Bernardo la convenció para que se marchase a descansar. Se resistió a abandonarlos aunque la promesa de una visita por parte de Adam acabó con su insistencia.
Desapareció entre la multitud dejando a los dos hombres solos en la terraza. El párroco se ofreció a acompañar al extranjero hasta la posada, lo guió por retorcidas callejuelas abarrotadas de personas ocupadas en las preparaciones de las fiestas Navideñas. Fue el padre Bernardo quien rompió el silencio.
—Adriana es una niña muy dulce.
—Si, es un ángel –Adam hizo una pausa—, aunque se ve que ha sufrido mucho.
—No te lo puedes ni imaginar –una sombra de pena lo poseyó—. Sus padres murieron cuando ella era sólo una recién nacida. Una extraña enfermedad los fue consumiendo y se los llevó –tomó aire—. Desde entonces se resguarda en la iglesia, cuido de ella como un padre –agachó la cabeza y una lágrima asomó indecisa—, ojalá pudiese hacer más por ella.
Ambos cruzaron sus miradas, el padre Bernardo avergonzado por su repentino brote de dolor, carraspeó y se recompuso.
La posada se alzaba ante ellos, amable aunque distante el sacerdote se despidió del joven y marchó calle arriba, cabizbajo y meditabundo. Adam quedó frente a la puerta de El Pony preguntándose que dolor compartían aquellas dos amables personas que hoy se habían cruzado en su camino y que relación tenían ambas con su incierto propósito.
***
La algarabía inundaba la ciudad, las gentes reían y se sentían reconfortadas por la alegría de estas fechas, este barrio aparentaba ser un lugar más seguro.
Desde la alta torre del campanario de la catedral de San Pedro Adam observaba la lejanía. Desde aquel lugar, por encima de las murallas, se podía divisar el mar. Al menos en días claros, ahora la nieve no permitía ver más de una centena de metros.
—¿Buscando a alguien?
La voz anciana del padre Bernardo brotó de las escaleras. Este enjuto hombrecillo de pelo, a partes iguales color castaño y blanco y de pequeñas gafas, siempre llevaba puesta su mejor sonrisa. Su atuendo, un austero hábito negro y su alzacuello.
—No –respondió distante la voz de Adam.
El sacerdote sonrió pícaro, pues se había percatado de la sigilosa entrada del joven en la iglesia y de cómo se había escurrido por entre las columnas para llegaras hasta aquí. El anciano apoyó sus brazos sobre la balaustrada y observó la lejanía.
—La ciudad esta preciosa bajo la nieve, ¿no creéis? – extendió su mano y sostuvo un copo hasta que este de derritió en su palma—. La hace parecer más pura y serena, limpia los pecados y calma el alma de quien lo desee.
—Padre, hay almas tan manchadas de pecados que ni la más celestial nevada podría devolverle su pureza inicial.
Aquel instante se hizo tenso e incomodo para ambos, Adam se encontraba en la encrucijada de confesarse ante este siervo de Cristo y desvelar quien era y lo que había hecho, acto que sería liberador aunque terrible. La balanza se inclinaba hacia el angustioso silencio que tanto tiempo lo había acompañado.
El padre Bernardo puso su mano sobre el hombro del joven.
—Acompañadme, quiero mostraros algo.
En el baldío terreno tras la iglesia se alzaba un frágil cobertizo construido de manera tosca, quien lo observase se preguntaría como algo tan débil se mantenía en pie. Las añejas y raídas telas que lo cubrían danzaban al viento escapando de las cuerdas que las retenían.
Adam, guiado por la mano del párroco se acercó y levantó una de aquellas pesadas telas. Cuando sus ojos se llenaron con aquella asombrosa visión, solo pudo romper a llorar.
—Así comenzó este lugar, con una lágrima —susurró el sacerdote.
***
Adriana caminaba por entre las gentes, feliz, silbando una vieja canción que desde pequeña había escuchado en la iglesia. Entre sus manos portaba una pequeña bolsa que protegía y mimaba con esmero. Por doquier todos saludaban a la dicharachera vendedora de flores, en todos los corazones del barrio tenía un hueco reservado Adriana, todos había colaborado en alguna ocasión para vestirla o alimentarla. Era la hija de todo el barrio, un privilegio que se había ganado por su dulzura.
Cada mañana, desde que podía valerse por si misma, cruzaba el barrio para comprar el pan y el vino para la misa diaria, pues sabía que al padre Bernardo sus ocupaciones le sobrepasaban y por que el orondo panadero siempre le regalaba un pequeño bollo de leche.
La iglesia se había convertido su casa, un enorme palacio para una pequeña princesa, como el viejo sacerdote solía llamarla. Sus puertas permanecían abiertas como cada mañana, pero esta vez el altar yacía vacío, Adriana buscó en derredor hasta que la sonriente voz de una parroquiana le señaló la puerta trasera.
Adriana irrumpió en el yermo patio con esa musical voz tan característica sorprendiendo a sus dos visitantes. Antes de que la niña se percatase de su presencia, Adam secó sus lágrimas y el padre Bernardo detuvo su narración.
—Tenemos visita, princesa.
Adam trató de hablar ante el rostro interrogante de Adriana, pero la congoja lo silenciaba, así que sacerdote regaló más tiempo al joven. Sostuvo las diminutas manos de la niña entre las suyas y las guió hacia el rostro del extranjero.
—Dime si sabes quien es, mi niña.
Sus dedos viajaron por cada centímetro de aquella cara de angelicales trazos, surcó sus cabellos y dibujó sus labios.
—¿Eres un ángel? –se escapó de su indecisa boca.
—No, sólo soy Adam.
Ella se abalanzó sobre el y lo abrazó exultante, como jamás nadie había estrechado al joven. Así permaneció unos instantes que la felicidad del momento los convirtió en eternos.
Adriana se despegó bruscamente de Adam y señalando hacia el cobertizo sonrió.
—¿Has visto mi refugio?
—Si, es precioso –respondió conteniendo la emoción.
La niña estaba encantada con su nuevo amigo, cogiendo su mano tiró de él.
—Ven conmigo, te enseñaré el barrio.
El padre Bernardo dio su beneplácito con una mirada agridulce.
—Hablaremos esta noche, mi joven amigo.
Adriana fue una excepcional guía, le mostró los lugares más importantes del barrio: El centenario Faro del Este, la Mansión del Duque y El Mirador de los Cisnes entre otros. Cada uno de ellos fue narrado por la dulce voz de Adam ante la atenta imaginación de Adriana que dibujaba lo que sus ojos no podían. Aquel corto día pasó entre risas, historias y buena compañía. Nadie podría decir quien de los dos estaba haciendo el favor a quien por aquella jornada tan agradable, pues ambos cargaban con demasiada tristeza a sus espaldas.
La noche cayó sobre la ciudad y a los pies de la silueta de la catedral los esperaba el sonriente párroco. La dulce princesa no perdió ni un instante para contarle donde habían pasado la tarde, sus palabras se atropellaban unas con las otras y casi le costaba respirar de tantas cosas que trataba de explicar. Durante la frugal cena su efusiva voz acompañó en todo momento al sonido de los cubiertos y costó bastante trabajo conseguir que se fuese a la cama, pese a que el cansancio la estaba arrullando desde hacía un buen rato.
Ambos quedaron a solas alrededor de una lacrimosa y maltrecha vela. Hace largas horas habían comenzado una conversación que ninguno deseaba continuar pero que debía hacer.
—La enfermedad que se llevó a los padres de Adriana –comenzó el Padre Bernardo— nos cogió a todos por sorpresa, ambos eran jóvenes y muy queridos en el barrio. El nacimiento de Adriana fue una fiesta popular, aquellos enormes ojos verdes cautivaron a todos por su viveza y pureza, nadie podía presagiar que varios meses después de tal alegría asistiríamos a un funeral. Cómo enfermaron lo desconozco, pero sus cuerpos se fueron apagando poco a poco.
El sacerdote llenó las copas de ambos con una pequeña cantidad de vino, propiciando un pequeño respiro a su oyente.
—Decidí cuidar a Adriana como si fuese mi hija, por suerte no estuve solo en aquella decisión, pues el barrio al completo se volcó en ayudar a nuestra niña. Con el tiempo esperaba, cuando ella estuviese preparada, mostrarle el lugar donde yacían sus padres, pero lo descubrió antes de lo que yo hubiera deseado –tomó un sorbo de su copa—. Una mañana la dejé durmiendo mientras ofrecía el responso diario, cual fue mi sorpresa al volver que hallé su cuna vacía. ¡Dios sabe que miedo sentí en aquel instante! Recorrí toda la sacristía, el confesionario, cada centímetro de la iglesia. Al llegar al patio trasero la encontré. Yacía derrumbada llorando sobre dos tumbas sin nombre… las tumbas de sus padres.
Adam tragó saliva y el sacerdote continuó.
—No sé si fue un milagro o el principio de una maldición, pero desde aquel día brotaron hermosas flores de aquel yermo lugar, flores que Adriana nunca ha podido ver, pues desde aquel instante sus ojos se apagaron para siempre. La ayudé a construir el cobertizo que cubre las sepulturas y su pequeño jardín y la enseñé a cuidarlas y a hacerlas crecer. Fue mi pequeña contribución a mantener vivo el recuerdo de sus padres. El tiempo pasó y los médicos corroboraron que la ceguera de mi princesa no tenía cura, pero no fue únicamente eso lo que descubrieron. Algo más estaba invadiendo su interior, la misma extraña enfermedad de sus padres me la estaba arrebatando, quebrando sus fuerzas y su coraje.
El atractivo extranjero enmudeció y su semblante se tornó sombrío y apesadumbrado. Aquella niña había calado hondo en su corazón pese al escaso tiempo que había pasado con ella y esta noticia rompía su alma.
—Si, Adam, mi niña se está muriendo –el párroco rompió a llorar— y lo peor es que no sé ni cuando sucederá, cada mañana me despierto pidiendo a Dios volver a ver su sonrisa, escuchar su dulce voz y verla entrar por la puerta de la iglesia con el vino y el pan. Hace un año le dieron un par de mese de vida –algo más tranquilo llenó su copa y la vació de un único sorbo—, y su coraje y sus ganas de vivir la han mantenido aún conmigo, pero sé que esta viviendo un tiempo prestado, cada día podría ser el último. Sólo deseo que no sufra.
—Eso deseo yo también, padre –Adam yacía inmóvil, con la copa aún repleta de vino—. Ojalá pudiese hacer algo por ella, pero no soy más que exiliado.
—No, hijo mío, eres su ángel de la guarda. Le has dado más alegría de la que yo he podido darle. Hay algo en ti que la hace feliz, por extraño que parezca. Un lazo más allá de lo terrenal.
—Disto mucho de ser un ángel –confesó triste—. He cometido actos que me alejan del cielo, soy, más bien, un demonio que quiere creer ahora que no lo es.
El sacerdote se levantó y dio unos leves golpes en la espalda de Adam
—Mañana desearía que me hicieses un nuevo favor, es algo que por desgracia yo no puedo hacer y me arrepentiría si no lo hiciese.
El joven asintió, quedándose en total soledad cuando el párroco salió de la habitación y se convirtió en un eco de pisadas cada vez más lejanas.
***
El padre Bernardo despertó a Adriana muy temprano y sin mediar palabra la vistió con un hermoso vestido que habían comprado entre todos los vecinos. De un blanco puro adornado con pequeñas flores de varios colores. Entre dos mujeres limpiaron su pelo y la peinaron como a una princesa. La niña no sabía como reaccionar ante todo este enigmático comportamiento.
El sacerdote besó la frente de su niña.
—Hoy tu sueño se volverá realidad, se cuanto tiempo lo has deseado y por desgracia no he podido llevarlo a cabo, pero hoy, mi princesa, vas a volar.
—Mi alteza, —susurró a dulce voz de Adam mientras dibujaba una reverencia—, el zeppelín nos espera.
Adriana no sabía si llorar, reír, darle un beso al Padre Bernardo o a Adam, al final optó por abrazar a todos y cada uno de ellos mientras no podía evitar derramar lágrimas de alegría.
El camino hacia el aeropuerto fue el total silencio, la niña no podía evitar dejarse llevar por los nervios. El rugir de los motores y el sonido de las hélices que tanto tiempo había escuchado desde la lejanía ahora susurraban en su oído dándole la bienvenida a su sueño hecho realidad. Adriana se despojó de la venda que cubría sus apagadas esmeraldas, como si quisiese que nada enturbiase su imaginación.
Adam la paseó por alrededor del zeppelín, mientras pasaba sus manos por el frío metal del exterior, describió cada detalle del enorme aparato para que Adriana pudiese hacerse una idea de cómo era. Cuando el sonriente revisor ticó su pasaje, ella lo abrazó prolongando este instante todo lo posible.
Una vez dentro, respiró el aroma a limpio y a nuevo que emanaba de cada sillón y mesa. Rebosaba felicidad, una felicidad que alcanzó su clímax cuando el zeppelín comenzó a despegar. Acercó su rostro a la ventana abierta y sintió la brisa de la mañana acariciar sus cabellos. Adam la observaba con lágrimas en los ojos, lágrimas que hacían más humano de lo que jamás había sido… o tal vez menos.
—Quieres ver algo muy especial, Adriana.
La niña, entusiasmada con todo aquello, preguntándose que podía haber más especial que aquello accedió a acompañar a Adam. Este la llevó por los entresijos de aquel ser de metal tela y helio hasta llegar a la bodega.
—Siempre has querido volar ¿no?
Adriana asintió extrañada.
De pronto un enorme soplo de aire inundo el lugar, Adam la agarró fuerte.
***
En la catedral el Padre Bernardo acabó el sermón y los feligreses abandonaron el lugar en total silencio. Todo quedó cerrado, dejando en soledad al sacerdote y a la imagen de Cristo. Viejos amigos.
Un gélido y osado viento arremetió contra las hojas de la puerta principal abriéndolas de par en par, para salir por la fuerza por las de la parte trasera. Un estruendo de maderas alertó al párroco. Sabía la procedencia de aquel ruido y corrió con todas sus fuerzas hacia el patio trasero.
A las puertas se derrumbó al ver el espectáculo que se mostraba ante sus ojos.
El cobertizo había desaparecido y sobre las tumbas el viento formó un colorido remolino floral que ascendió suave.
Lentamente se acercó a los yermos sepulcros, los observó dejando escapar un solitario lamento.
—Este lugar termina como empezó: con una lágrima.
***
La pequeña vendedora de flores sintió su cuerpo flotar y el viento en su rostro. El sonido de las hélices se fue alejando dando paso al silbido de la brisa matutina y a un armónico y pesado aleteo.
Adam llevó la diminuta mano de la niña a su espalda hasta que esta rozó algo de tacto suave. Adriana dejó escapar un sollozo.
—¿E…eres mi ángel de la guarda?
Las blancas alas de Adam los hicieron remontar el vuelo.
—Ahora si, mi princesa –la voz de Adam se teñía de emoción— me has enseñado el camino que he estado buscando durante tanto tiempo. Me has salvado de mi caída, no eras una señal, eras mi destino. Ahora descansa, pues yo te llevaré al tuyo.
Adriana abrió sus ojos y una luz la invadió, todo cobró vida a su alrededor. El hermoso y sonriente rostro de Adam se dibujó en sus pupilas y junto a él los de sus padres.
Alargó la mano para sujetar la que tendía su madre y todo fue paz, felicidad y sosiego… para siempre.
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