Los párpados de Ruberta se abrieron pesadamente y sus pupilas se contrajeron al sentir el punzante contacto de la luz matinal. Se maldijo al percatarse que de nuevo era lunes, comenzaba otra horrenda semana de responsable compromiso laboral. Al pensar en el trabajo su corazón se detuvo y observó el reloj de la mesita de noche. Marcaba pasadas las diez de la mañana, hacía más de una hora que debía encontrarse en la granja. Cuando realmente descubrió que sus ojos no la engañaban, saltó de la cama tratando de buscar el despertador... pronto lo halló. Se topó con las piezas dispersas por el suelo de lo que en otro tiempo usaba para levantarse a la hora de trabajar. Comenzó a deambular nerviosa buscando sus zapatillas de casa. Una misión algo complicada teniendo en cuenta que la habitación ejemplificaba el perfecto desorden y caos. Si un ladrón tratase de robar a Ruperta tendría desistir o conformarse con ropa sucia o bolsas vacías de comida.
En la cafetera sólo quedaban escasas gotas de agua negra, la cocina había sufrido los daños propios de una guerra, o algo peor. Ahora recordaba la fiesta del fin de semana, bueno, al menos hasta que el exceso de bebida nublara sus sentidos. La joven Ruperta se preguntaba cómo y cuándo terminaría la celebración de su cumpleaños, pero ya estaba acostumbrada a no recordar sus salidas nocturnas, así que no suponía un gran problema no saber como se comportó aquella noche.
Se quemó al coger la pequeña olla donde el café comenzaba a hervir. Demasiadas cosas en la cabeza y poco tiempo y ganas para ordenarlas. El abrasador limo negro procedente de Colombia se abría paso de forma dolorosa hasta su estómago.
Las diez y media y aún en pijama, si se daba prisa tal vez llegara a la hora del descansado para el desayuno, pero lo veía poco probable. Conociendo el trafico y la distancia que la separaba de la granja, calculaba que no tardaría menos de cuarenta y cinco minutos en llegar. Lo que más temía era enfrentarse a la penetrante mirada de su jefe, quien no solía perdonar este tipo de retrasos. Además, ese macho percibiría el olor a alcohol en su aliento, pues hasta ella se percataba del aroma a vodka, whisky y algún otro tipo de bebida que no llegaba a reconocer.
Ruperta se descubrió sentada con los codos apoyados en la mesa, ensimismada. La situación que aún no había ocurrido ya era parte del pasado en su mente. Sabía que no tenía excusa y su jefe olía el miedo y las mentiras, se jactaba de ser todo un sabueso. Estaba perdida.
Una bombilla se encendió sobre la cabeza de la joven, una solución acudió a su mente como una luz divina. Rápidamente cogió el teléfono y buscó en su agenda el número del despacho del jefe. Se encontraba nerviosa al marcar, varias veces tuvo que comenzar de nuevo y su cuerpo tiritaba.
Varios tonos y nadie contestaba, Ruperta movía su cuerpo de manera frenética. Su corazón dio un vuelco cuando un chasquillo sonó al otro lado de la línea. Una voz masculina y grave dio los buenos días y pronunció el nombre de la empresa.
Ruperta tragó saliva y carraspeó.
—Buenos días Señor Gallopez, soy Ruperta Molla.
Un ligero sonido de asentimiento brotó de la garganta del interlocutor.
—¿Buenos días? –El tono sarcástico aguijoneaba como agua helada— Deben de serlo, pues son más de las diez y media y aún no ha aparecido por su puesto de trabajo.
—Lo siento, Señor Gallopez. –Ruperta temblaba, aquella situación le recordaba a sus frecuentes visitas al despacho del director de su instituto. Nunca supo seguir las normas y con el tiempo esa situación no había mejorado— No me encuentro bien, me cuesta respirar y me siento muy cansada.
—Su fiesta de cumpleaños tuvo que ser espectacular para que aún sienta sus efectos.
Ruperta podía sentir la sonrisa del señor Gallopez a través del teléfono. Eso no le importaba tanto como averiguar cómo sabía lo de su cumpleaños.
—Creo que estoy resfriada, me duele la cabeza y siento el cuerpo pesado.
La joven tosió de manera tan poco creíble que, incluso, ella pudo darse cuenta. Los temblores nerviosos cada vez la sacudían con mayor intensidad.
—Esos tal vez sean los síntomas de la resaca, señorita Molla.
La voz del Señor Gallopez irradiaba una tranquilidad intranquilizadora y Ruperta se estaba quedando sin excusas. Su cerebro se encontraba encerrado en un tambor que no paraba de ser golpeado.
—Le seré sincero, Señorita Molla –Esas palabras presagiaban algo que de seguro no iba a ser beneficioso para Ruperta—. Es usted una de las trabajadoras más eficientes de las que dispongo pero me niego a tener que soportar sus frecuentes ausencias.
—Pero, creo que esta vez me he contagiado de la fiebre aviar.
La voz de la joven rezumaba ganas de llorar, pues sabía que esta vez no se le iba a perdonar su irresponsabilidad. Ya podía ver a su padre reprochándole que ya se lo había advertido.
—¿Fiebre aviar? —el sonido de unas teclas de ordenador murmuraron tras el teléfono— Esa excusa la usó el pasado 7 de Noviembre.
Ruperta interrumpió antes de ser hundida por las sólidas acusaciones de su jefe.
—Pero esta vez de verdad que tengo fiebre aviar.
Cuando terminó la frase supo que había cavado su propia tumba y ya no había vuelta atrás. Se veía buscando trabajo de granja en granja.
—¿Esta vez? –hubo una pausa tensa— Mire, ya estoy harto de esta situación y mi superior, el Señor Huevez, también. Su producción ha descendido en más de un cuarenta por ciento. Además, en lo que llevamos de año ya se ha ausentado en ocho ocasiones. ¿He de recordarle que estamos a dieciocho de Febrero?
La joven se daba cuenta que todos sus excesos estaban a punto de pasar factura a su futuro laboral. Pese a la situación que se avecinaba, toda su preocupación se enfocaba en la forma de pagar la fiesta a la que había sido invitada el próximo sábado. Las palabras de su jefe eran lejanas letanías ajenas a ella.
—No volverá a ocurrir, se lo juro.
Ruperta suplicó como siempre, pero está vez le supondría un arduo reto ablandar el corazón del Señor Gallopez. Todo lo que ese hombre recriminó hasta ese momento era totalmente cierto, aunque le costase reconocerlo.
—El Señor Huevez y yo hemos tomado una decisión, no nos es rentable mantener en nómina a alguien con su falta de responsabilidad. Por qué no sé si sabrá que él es el gallo que manda en este corral y no permite que sus gallinas se tomen las libertades que usted lleva tiempo concediéndose. Ha padecido todo tipo de enfermedades, incluidas algunas específicas de otros tipos de animales, pero, en mi opinión, lo que usted tiene es fiebre del sábado noche. Sus síntomas son claros: Vida nocturna, adicción al alcohol u otro tipo de drogas, ya sean blandas o duras, animadversión al trabajo y a la responsabilidad y vagancia general –El señor Gallopez había dado en el clavo y lo sabía. El silencio proveniente desde el otro lado de la línea se lo corroboraba—. Pásese mañana a recoger el finiquito.
La comunicación telefónica se cortó, el intermitente y apagado pitido suponía el final de otra época de trabajo que se acababa por una misma razón. Ruperta se dejó caer destrozada sobre el sillón, sus lágrimas asomaban tímidas a sus marchitos ojos. Su vida se estaba desmoronando, pero una sonrisa brotó de su pico cuando recordó que esa misma tarde había quedado con Casimira para ir de compras.
En la cafetera sólo quedaban escasas gotas de agua negra, la cocina había sufrido los daños propios de una guerra, o algo peor. Ahora recordaba la fiesta del fin de semana, bueno, al menos hasta que el exceso de bebida nublara sus sentidos. La joven Ruperta se preguntaba cómo y cuándo terminaría la celebración de su cumpleaños, pero ya estaba acostumbrada a no recordar sus salidas nocturnas, así que no suponía un gran problema no saber como se comportó aquella noche.
Se quemó al coger la pequeña olla donde el café comenzaba a hervir. Demasiadas cosas en la cabeza y poco tiempo y ganas para ordenarlas. El abrasador limo negro procedente de Colombia se abría paso de forma dolorosa hasta su estómago.
Las diez y media y aún en pijama, si se daba prisa tal vez llegara a la hora del descansado para el desayuno, pero lo veía poco probable. Conociendo el trafico y la distancia que la separaba de la granja, calculaba que no tardaría menos de cuarenta y cinco minutos en llegar. Lo que más temía era enfrentarse a la penetrante mirada de su jefe, quien no solía perdonar este tipo de retrasos. Además, ese macho percibiría el olor a alcohol en su aliento, pues hasta ella se percataba del aroma a vodka, whisky y algún otro tipo de bebida que no llegaba a reconocer.
Ruperta se descubrió sentada con los codos apoyados en la mesa, ensimismada. La situación que aún no había ocurrido ya era parte del pasado en su mente. Sabía que no tenía excusa y su jefe olía el miedo y las mentiras, se jactaba de ser todo un sabueso. Estaba perdida.
Una bombilla se encendió sobre la cabeza de la joven, una solución acudió a su mente como una luz divina. Rápidamente cogió el teléfono y buscó en su agenda el número del despacho del jefe. Se encontraba nerviosa al marcar, varias veces tuvo que comenzar de nuevo y su cuerpo tiritaba.
Varios tonos y nadie contestaba, Ruperta movía su cuerpo de manera frenética. Su corazón dio un vuelco cuando un chasquillo sonó al otro lado de la línea. Una voz masculina y grave dio los buenos días y pronunció el nombre de la empresa.
Ruperta tragó saliva y carraspeó.
—Buenos días Señor Gallopez, soy Ruperta Molla.
Un ligero sonido de asentimiento brotó de la garganta del interlocutor.
—¿Buenos días? –El tono sarcástico aguijoneaba como agua helada— Deben de serlo, pues son más de las diez y media y aún no ha aparecido por su puesto de trabajo.
—Lo siento, Señor Gallopez. –Ruperta temblaba, aquella situación le recordaba a sus frecuentes visitas al despacho del director de su instituto. Nunca supo seguir las normas y con el tiempo esa situación no había mejorado— No me encuentro bien, me cuesta respirar y me siento muy cansada.
—Su fiesta de cumpleaños tuvo que ser espectacular para que aún sienta sus efectos.
Ruperta podía sentir la sonrisa del señor Gallopez a través del teléfono. Eso no le importaba tanto como averiguar cómo sabía lo de su cumpleaños.
—Creo que estoy resfriada, me duele la cabeza y siento el cuerpo pesado.
La joven tosió de manera tan poco creíble que, incluso, ella pudo darse cuenta. Los temblores nerviosos cada vez la sacudían con mayor intensidad.
—Esos tal vez sean los síntomas de la resaca, señorita Molla.
La voz del Señor Gallopez irradiaba una tranquilidad intranquilizadora y Ruperta se estaba quedando sin excusas. Su cerebro se encontraba encerrado en un tambor que no paraba de ser golpeado.
—Le seré sincero, Señorita Molla –Esas palabras presagiaban algo que de seguro no iba a ser beneficioso para Ruperta—. Es usted una de las trabajadoras más eficientes de las que dispongo pero me niego a tener que soportar sus frecuentes ausencias.
—Pero, creo que esta vez me he contagiado de la fiebre aviar.
La voz de la joven rezumaba ganas de llorar, pues sabía que esta vez no se le iba a perdonar su irresponsabilidad. Ya podía ver a su padre reprochándole que ya se lo había advertido.
—¿Fiebre aviar? —el sonido de unas teclas de ordenador murmuraron tras el teléfono— Esa excusa la usó el pasado 7 de Noviembre.
Ruperta interrumpió antes de ser hundida por las sólidas acusaciones de su jefe.
—Pero esta vez de verdad que tengo fiebre aviar.
Cuando terminó la frase supo que había cavado su propia tumba y ya no había vuelta atrás. Se veía buscando trabajo de granja en granja.
—¿Esta vez? –hubo una pausa tensa— Mire, ya estoy harto de esta situación y mi superior, el Señor Huevez, también. Su producción ha descendido en más de un cuarenta por ciento. Además, en lo que llevamos de año ya se ha ausentado en ocho ocasiones. ¿He de recordarle que estamos a dieciocho de Febrero?
La joven se daba cuenta que todos sus excesos estaban a punto de pasar factura a su futuro laboral. Pese a la situación que se avecinaba, toda su preocupación se enfocaba en la forma de pagar la fiesta a la que había sido invitada el próximo sábado. Las palabras de su jefe eran lejanas letanías ajenas a ella.
—No volverá a ocurrir, se lo juro.
Ruperta suplicó como siempre, pero está vez le supondría un arduo reto ablandar el corazón del Señor Gallopez. Todo lo que ese hombre recriminó hasta ese momento era totalmente cierto, aunque le costase reconocerlo.
—El Señor Huevez y yo hemos tomado una decisión, no nos es rentable mantener en nómina a alguien con su falta de responsabilidad. Por qué no sé si sabrá que él es el gallo que manda en este corral y no permite que sus gallinas se tomen las libertades que usted lleva tiempo concediéndose. Ha padecido todo tipo de enfermedades, incluidas algunas específicas de otros tipos de animales, pero, en mi opinión, lo que usted tiene es fiebre del sábado noche. Sus síntomas son claros: Vida nocturna, adicción al alcohol u otro tipo de drogas, ya sean blandas o duras, animadversión al trabajo y a la responsabilidad y vagancia general –El señor Gallopez había dado en el clavo y lo sabía. El silencio proveniente desde el otro lado de la línea se lo corroboraba—. Pásese mañana a recoger el finiquito.
La comunicación telefónica se cortó, el intermitente y apagado pitido suponía el final de otra época de trabajo que se acababa por una misma razón. Ruperta se dejó caer destrozada sobre el sillón, sus lágrimas asomaban tímidas a sus marchitos ojos. Su vida se estaba desmoronando, pero una sonrisa brotó de su pico cuando recordó que esa misma tarde había quedado con Casimira para ir de compras.
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