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CASI UN PADRE

El añejo quejido de la vieja madera de los escalones del desván resonaba bajo mis pequeños pies. Con la mirada perdida en la huesuda, arrugada y cálida mano de mi abuelo me dejé llevar casi sin percatarme. En sus pantalones negros rebuscó y mostró una llave que jamás había visto, cubierta de oxido, indicando una gran falta de uso. En aquel momento pensé que no poseía recuerdos de mi abuelo Juan en los que no estuviese vestido totalmente de negro. Cuando alcancé la edad suficiente supe que dos días antes de mi nacimiento murió un tío mío en un accidente de trafico. En esa misma semana la tristeza y la alegría se mezclaron en el corazón de mi familia.
La puerta de la buhardilla gimió de forma estridente mientras que yo seguía a mi abuelo, aunque más atento a sacarle todo el jugo a mi chupa-chups. Telarañas, mucho polvo y objetos ya olvidados. Viejos cuadros, libros empaquetados en cajas casi deshechas, juguetes de mis tíos y un viejo arcón en un rincón del fondo. Sentado esperé a que lentamente mi abuelo lo acercara hasta donde estaba yo. Cansado, se sentó a mi lado, sus ojos mostraban alegría y sonriendo dulcemente revolvió mis cabellos. Aquel día celebraba mi sexto cumpleaños y podía escuchar la algarabía en el piso inferior. Ahora comprendo las miradas cómplices entre mi madre y mis tíos, esas sonrisas mientras ascendía por las escaleras. Aquello iniciaba un ritual que hasta el momento, de sus nietos, sólo mi prima Jessi había contemplado.
Con un pañuelo limpió el polvo que abrigaba el envejecido baúl. Una simple y modesta cruz latina se hallaba grabada sobre la cerradura. La misma llave que abría esta buhardilla se reservaba el placer de ser quien mostrara el secreto de mi abuelo.
De espaldas a mí comenzó a manipular la cerradura y abrió el cofre. Respiró profundamente y removiendo algo en el interior se levantó. Yo traté de moverme para ver algo, pero me fue imposible, el cuerpo de mi abuelo se interponía entre mi curiosidad y el objeto que la avivaba.
Lentamente se giró y pude ver que sujetaba con una mano un antiguo hábito de sacerdote mientras con la otra limpiaba el polvo que durante este tiempo se había depositado sobre él. Quedé estupefacto considerablemente, mi boca permanecía tan abierta que mi preciado chupa-chups cayó al suelo sin que eso me inmutara.
Con cariño dobló meticulosamente la sotana negra y se sentó a mi lado de nuevo con ella entre sus manos. Su sonrisa era afable pero teñida por aires pícaros, sus ojos no se apartaban de mi rostro mientras los míos estaban fijos en lo que portaba en sus manos.

—¿Sabes que es esto? –alzó ligeramente la sotana y la acercó hasta mí. Su mirada denotaba una alegría contagiosa— dime, seguro que sabes que es.

El hábito de mi regazo captaba toda mi atención, observaba el blanquísimo alzacuello y con mis dedos tocaba su contorno, dibujándolo. Indeciso alcé mi vista hasta cruzarla con la suya.

—Es ropa de cura –Mi voz sonó apagada y débil, todo lo contrario que la risa de mi abuelo. Pellizcó suavemente mi mejilla y se acercó más, aún, a mí—. ¿De quien es?

—¿De quien crees que es?

Miré al hábito, después a mi abuelo, repetí este movimiento en varias ocasiones. Parte de mi corazón me decía que era de él, pero otra me decía que no. Seguía dudando, sin querer apuntar nada, pero...

—Tuyo –Mis pensamientos brotaron de mi boca sin que yo lo deseara. Sin darme cuenta pensé en voz alta lo que no quería expresar. Agaché la cabeza y perdí mi vista en el negro de la ropa sacerdotal.

—Acertaste –con su mano cogió mi barbilla y levantó mi cara hasta verme los ojos—, yo fui sacerdote durante tres años en la iglesia de aquí. ¿A que eso no lo sabías?

Demasiadas emociones, ya no sabía qué pensar ni qué decir, todo esto era nuevo para mí. Me consideraba demasiado joven en aquella época para asimilar aquello. Acababa de descubrir un secreto que nunca pensé que llegaría a escuchar. Las palabras no salían coherentes de mi boca.

—¿Y la abuela Socorro? –más que una pregunta se asemejaba a un lamento ininteligible, una voz rota por la incomprensión de aquélla situación.

Con otra mano tocó la alianza de matrimonio, sonriendo acarició su contorno. Recordando, tal vez, el día de su boda u otro recuerdo feliz de su vida.

—Ella fue el motivo por el que colgué los hábitos –en sus ojos la melancolía adquiría un brillo especial—. Dediqué parte de mi juventud a Dios y después, con el tiempo, descubrí a un ángel. Nunca se sabe cuándo ni dónde encontrarás el amor –posó su mano sobre mi hombro firmemente—. Y créeme, eso se mantiene como una de las pocas verdades universales.

La madera de la puerta crujió levemente pero de forma perceptible, la figura de mi madre se encontraba en el marco de la buhardilla. Había felicidad en su rostro y una mirada cómplice con mi abuelo.

—Ya sabes el secreto de esta familia, Juanma —su mano se posó en su cadera y con la otra me invitó a salir del desván— creo que es hora que tu abuelo bendiga la mesa, los comensales se impacientan.

Uno a uno todos mis primos pasaron por esa buhardilla y ninguno de ellos bajó con rostro indiferente. Por desgracia mi abuelo Juan ya no está entre nosotros, así que seremos sus nietos los responsables de contar su historia cuando nuestros padres nos estén.

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