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EXTRAÑOS DIAS DE LLUVIA

Otro día de cielo encapotado en esta bella zona de Inglaterra, otra mañana en la que observaba, a través de mi ventanilla, los postes de teléfono pasar a unas altas velocidades ya cotidianas y a los cientos de perros pasear por los prados o descansar al fresco del amanecer. Teniendo en cuenta lo ocurrido, el tren de cercanías se convertía en la opción mas recurrida para llegar al centro de la ciudad.
Ahora que escudriñaba el cielo con más paciencia, agradecía a mi querida esposa que me hubiese convencido para traer el paraguas. Creo que de haber ganado aquel combate dialéctico en la ajardinada puerta de mi pequeña casa, ahora me estaría arrepintiendo o a punto de hacerlo.
En la lejanía se distinguía el humo que precedía a Londres. Muchos aseguraban que era una eterna niebla sobre la ciudad, pero la verdad es que la polución dominaba la urbe y la teñía de color ceniza. La inevitable mano de la industrialización.
En la estación la muchedumbre brotaba de los estómagos de los gusanos de metal y a toda prisa se alejaban a sus respectos lugares de trabajo o estudio. Yo no dejaba de observar las nubes, mi sexto sentido me decía que esta vez no se iba a dejar esperar mucho algo de ellas.
Un lejano relámpago iluminó un poco la apagada mañana, mucha gente comenzó a correr por las calles esquivando a los cientos, miles de perros que deambulaban alegres. Más relámpagos y truenos y más miradas fijadas en los nubarrones negros.
Me cobijé en una parada de autobuses junto a otros cuantos afortunados. Me contrariaba que comenzara ahora a llover, pues ni mi jefe ni el enorme montón de papeles podrían esperar mucho tiempo. Considerable trabajo sobre mi mesa para un lunes y poco tiempo que perder en medio de la calle. Cogí el móvil y busqué en la memoria en número de la oficina.
Los primeros golpes sobre el metal de la parada desviaron mi mirada de la pantalla luminosa, no pude dejar escapar una sonrisa de alivio.
Sobre los tejados, aceras y calles de Londres estaban lloviendo gatos, cientos, miles de ellos. Me percaté que ciertamente caen de pie.
Observé a mi compañero de parada, su suspiro de consuelo y su sonora carcajada me animó. Golpeó de manera leve mi hombro.
—Bueno, al menos no han llovido elefantes.

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