Cielo gris ceniza, truenos apagados y lejanos. El chapoteo de la lluvia por entre el irregular empedrado del barrio viejo de este lugar. Calles estrechas y retorcidas cubiertas de historias ancestrales susurradas de padres a hijos, el aire aquí huele a pueblo, a verde parque y a añejas campanas. De los portones y los patios de las solariegas casas aún brotan las charlas nocturnas de las abuelas desvanecidas tiempo atrás. Ventanas cerradas, abrigadas por elaboradas rejas forjadas de manera artesana: A fuego, sudor y martillo.
Empinadas y escalonadas callejuelas ascienden por entre blancos e irregulares muros, dejando atrás la civilización tras altas murallas con acento romano. Después del arco de medio punto se abre un mundo que se ha negado a avanzar y que se mantiene anclado, al menos, un siglo atrás. Por aquí los vehículos tienen vedado el paso, eso le otorga un aspecto tranquilo y silencioso difícil de encontrar en grandes ciudades. Cada inspiración es una gota de sueños de poetas bohemios, espadachines de la edad de oro y galanes y damiselas. Un viaje en el tiempo manteniendo la consciencia de un presente muy diferente a lo que estas piedras cuentan. El aire confiesa como se vivió, soñó, amó, lloró, rió y murió por las esquinas y bajo las sombras ajenas a la luz de los candiles.
Mirando al frente me encuentro altos edificios de frío cristal, acero y cemento, el presente me ha alcanzado al cruzar otro arco de piedra. Un sentimiento de añoranza aprieta mi corazón, tal vez no sea a este presente al que yo pertenezca. El pasado de las calles que han quedado atrás me enamora y me anhela tanto como yo a él.
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