Copyright Victoria Frances

HACIA EL PUENTE

Delante de mí, la calle principal de un pequeño y oxidado pueblo, detrás el coche, aún humeante, incrustado en la retorcida farola. No recordaba nada anterior a este lugar, ni una palabra que nombrase nada que allí no existiese, ni siquiera mi nombre. Aturdido avancé por la desierta calle, la niebla envolvía el lugar con su mortecino velo, aquí no prosperaba la vida. Este escenario parecía haber yacido eternamente abandonado, sumido en el olvido. De forma simultanea, mostraba las evidencias de las gentes que en algún instante poblaron sus aceras y casas. Grité. Puerta por puerta llamé, pero no hubo respuesta. Sentía la insólita sensación, por primera vez, de una completa y abrumadora soledad, ni si quiera mis pies resonaban sobre el asfalto. Silencio. Una quietud tan ensordecedora que aguijoneaba mi cerebro y laceraba mis tímpanos. Mis ojos irritados clamaban por una tregua que me rehusaba concederles, pero que tendría que otorgar tarde o temprano. Un Parpadeo. Entre la bruma una retorcida sombra impertérrita y nebulosa. Cada uno de mis pasos era respondido por uno suyo. Acto seguido discerní que era mi reflejo en un imponente y lustrado espejo en el centro de la rancia calzada. Me observé durante una eternidad, a mis espaldas desfilaron centenas de traslucidas figuras con una inusitada celeridad. Experimenté imágenes de una distante vida ajena conmigo como actor principal. ¿Es mi vida? La superficie del espejo se distorsionó como un reflejo en un estanque. Tras de mí, a lo lejos, un desvencijado puente y el fatigado susurro de un río. La ciudad se había desvanecido y únicamente un sendero de rojos cirios se extendía ante mí postergando la acometida del abismo. Incandescentes ojos —tal vez hambrientos— me escrutaban desde la longeva lobreguez del vacío. Apresuré el paso. Al llegar al mohoso y herrumbroso puente divisé una fulgurante silueta de mujer al otro lado. Me saludaba —no sé por qué la reconocí, ignoro por qué la anhelaba—, su sonrisa se convirtió en santuario para mis temores, pesadillas y pecados, un hogar hallado en un hostil mundo de insana irracionalidad. Decidí cruzar. Una sombría figura surgió a mi lado extendió su mano con la palma hacia arriba. Me sorprendió mi determinación, cómo supe lo que debía hacer. Le pagué con dos monedas que siempre había llevado en mi mano y crucé.

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